El taxímetro rezaba siete euros y medio. Se había detenido justo al lado de la puerta de un motel estereotipado hasta en las luces de neón. Él pagó, cogió su mochila y se dirigió hacia su perdición, suite 501, tal como había quedado por teléfono. Cinco golpes en la puerta, así lo habían acordado. Un haz de luz vertical iluminó la zona central de su cara. Se detuvo unos segundos en el umbral de la puerta y, acto seguido, los dos cuerpos se unieron frenéticamente en esa inhóspita habitación, lejos de las miradas ajenas.
Le quitó el vestido negro, largo hasta los tobillos, como si se hubiese trasladado a su adolescencia y tocara por primera vez a alguien. Con la piel de gallina, las pupilas dilatadas y el corazón a mil, se dejó llevar por un arrebato de lascivia que jamás había probado. Minutos después, la escena ofrecía un cuadro con ropa esparcida, la lámpara en el suelo y los dos cuerpos, ya relajados, estirados en la cama boca arriba, mirando el techo en silencio. De hecho el silencio se había convertido en el protagonista principal durante todo el proceso, sólo interrumpido por leves gemidos.
Alargó el brazo hasta su mochila de la que sacó una bolsita pequeña que ocultaba su secreto tras una cremallera minúscula. Una piedra marrón. La mochila ofrecía más cosas. Un mechero. Un paquete de tabaco. Un librito de papel. Con el transcurso de los segundos su obra de arte fue tomando forma. Fuego. Cigarro deshecho. Movimientos digitales. Y saliva.
El humo pasó a ser un invitado más del libidinoso encuentro. Sin embargo, el tiempo apremiaba, ya se había hecho tarde. Unieron sus labios por última vez, también sus dos cuerpos masculinos, ahora libres de ataduras con las que se vestirían en breve. Se volvió a poner su uniforme verde, su tricornio y el cinto y la pistola.
Dio la última calada. La ceniza cayó sobre la sotana del sodomita, sobre su largo vestido negro, justo encima de la mancha de zumo de hombre que se había desprendido del miembro del benemérito. Fumó en silencio, como casi toda la noche. Pasado un rato, cuando la colilla escupía sus últimos aros de humo, se acabaron de vestir, hicieron tabula rasa, y, uniformados, atados por el verde y el negro, salieron del motel.
1 comentario:
Me encantó!
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