31 de julio de 2006

La soledad y el silencio


Dicen que en Picadilly Circus, en Londres, nadie está más de treinta y siete minutos sin encontrarse a alguien conocido. Estuve en esta plaza hace poco y huí al cuarto de hora al grito de “Mind the gap”, temeroso de que sucediera el encuentro. Y es que encima lo anuncian como algo positivo. Sólo me faltaría disfrutar de mis vacaciones y encontrarme con el familiar, conocido o compañero de la oficina de turno. Por suerte, había dejado el móvil en España, así que la incomunicación fue prácticamente total. Todo un lujo hoy en día, en que estar localizable y localizado se convierte en un requisito impuesto por la inercia social.

Hay que fichar al salir y entrar de casa, no se puede desconectar el teléfono móvil, se debe revisar el correo electrónico cada treinta segundos y no podemos olvidar dibujar un mapa con todos los trayectos previstos para el día. Se pierden así dos bienes preciados que, en su justa medida, son necesarios para mejorar la salud mental de cada uno: la soledad y el silencio. Estos dos términos (que así, juntitos, podrían ser un título de un libro de Juan José Millás) arrastran un estigma, a mi parecer, totalmente incomprensible. Basta hacer la prueba. Desconecten su móvil y notarán el creciente enfado de sus allegados. “¿Pero no has visto las siete perdidas que te he hecho? Manda un mensaje y avisa, hombre.”

Que te avise tu puta madre, pienso yo. ¿Se acuerdan cuando no había móviles y no pasaba nada? La comunicación telefónica se establecía si los dos interlocutores se encontraban en sus casas, y si no estaban, pues anda, eso, que no estaban. Si eso, llamo luego. Y todos tranquilísimos. Claro que también puede optar por no encender su teléfono, ya me dirán cuanto aguantan. Se ha perdido el placer de estar sólo, de no hablar, la introspección. Luego vendrán los filósofos y hablarán del hombre como ser social, o el animal político que es. Palabras huecas. El ser humano se rige por individualidades, ansía su propio éxito, pero se encuentra en un medio masificado y, para sobrevivir en él, lo disimula adaptando pinceladas de un comportamiento gregario.

A partir de hoy, no hablen, no llamen, no se encuentren con nadie, no comuniquen a dónde van ni qué van a hacer. Eso sí, sólo si ese es su deseo. En el lado opuesto, quizá Maragall y Rajoy deberían visitar Picadilly Circus y encontrarse con alguien. Ellos están solos, se lo han buscado, aún sin desearlo. Paradójicamente, los dos se encuentran aislados a causa de, precisamente, su compañía. Por una parte, aliados de gobierno que desgastan y marginan; por otra, compañeros de partido que sitian a los moderados. De todas maneras, la soledad no buscada es algo que no deseo a nadie. Exceptuando la parlamentaria, claro.

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