31 de enero de 2011

El accidente

El otro día tuve un accidente y tuvieron que operarme a susto o muerte. Elegí susto y el cirujano me informó que la catástrofe era tal, que todos los órganos, vísceras y demás blandiblubs internos estaban descolocados y que no sabía qué podría hacer para salvarme. Al ser la otra opción la muerte, el doctor y yo llegamos a la conclusión de que lo mejor era removerlo todo al tuntún, exclamar un nianonianoniaaaaa (© Tamariz) al final y ver qué pasaba.

El matasanos cogió escalpelo, pico y pala y sintonizó Radiolé. Para empezar, me puso los riñones en el lugar de los pulmones. Perdí mucha capacidad respiratoria y me olía el aliento a orín guardado, de esos de baño bar rancio, pero lo solucioné con enjuagues periódicos de Pato WC. Me producían cierta apariencia rabiosa al salir a borbotones la espuma por las comisuras de mis labios y eso, unido al jadear constante, parece que asustaba a la gente. La disyuntiva no me dejaba opción: o halitosis urinaria o babilla jabonosa con olor a pino.


A este señor le dejaron mejor

Los pulmones pasaron a ocupar el sitio de mis genitales. Así, cada erección se convertía en un sí pero no. En lugar de sangre, bombeaba aire con la misma frecuencia que al respirar y, entonces, el acto sexual se erigía en un espectáculo de hinchado/deshinchado digno de un circo. Un circo bastante triste e inservible. El clímax llegaba en forma de tos así que descarté la procreación al menos mientras durara ese cambio orgánico novedoso y atroz al mismo tiempo.

Las extremidades eran un drama aparte. Pasé a tener las manos donde antes moraban las orejas. Así las cosas, para mí ya no existía la magnitud de volumen fuerte o flojo, sino rugoso, suave, duro, blando, etc. Era un sonido táctil. El ridículo espantoso llegaba cuando quería aplaudir y me autohumillaba abofeteándome las mejillas. Misma sonoridad, pero dolor y rojez muy molesta. Por todos estos cambios, gracias doctor, y por olvidarme de comprar una barra de pan para cenar, mi pareja me abandonó cual perro viejo en una carretera secundaria.

Qué ojazos

¡Y no se crean! Lo peor está aún por ser narrado. A pesar del manirroto del matasanos, probablemente veterinario en algún otro país, más o menos pude adaptarme a esta nueva composición hasta que decidí salir un día de marcha. En mala hora, claro. El fracaso fue tal que ninguna mujer fue capaz de mirarme y es que en las cuencas de los ojos descansaban ahora mis dos testículos, escroto y pelos cual alambres incluidos. Esto me daba un perfil harto interesante al tener unas pestañas larguísimas (y también curvilíneas) que ya quisieran las busconas del star system jolibudiense. Aún así, todas las féminas con las que me crucé me tacharon de salido, no pudieron soportar la mirada cojonciana que las intentaba seducir. Si supieran dónde tengo el único ojo que me quedó después del accidente…

23 de enero de 2011

Los fragmentos

El tic

Ni los ansiolíticos ni la programación televisiva nocturna le apaciguaban el tic nervioso que tenía desde los doce años: rascarse la ceja derecha con insistencia. El sangrado ya era habitual porqué la herida permanecía abierta constantemente y las manchas de sangre en el sofá formaban parte del estampado original.

La ceja en cuestión


El nombre

Cuando Simposio Fernincolate notó una presencia que le seguía se asustó. Caminaba por un callejón estrecho, mal iluminado y con charcos distribuidos aleatoriamente. Parecía una película de miedo y, en cierto modo, era lo que estaba sintiendo Simposio, un miedo atroz. Se paró antes de una esquina especialmente inquietante y dudó. Al doblarla no sabía qué se encontraría y eso le angustió aún más. Permaneció al acecho, incluso hizo un conato de asomar la cabeza. Los Guardianes de los Nombres le darían caza tarde o temprano. Simposio ya sabía que no tenía escapatoria. Cansado y con lágrimas en los ojos, entró en el juzgado, asumiendo su derrota y rellenando el impreso.

No hay huevos


La frase

Emborracharse es como las películas antiguas. Las cosas suceden con menos frames por segundo.

Los Lumiere, unos borrachos de pro


El apuntador

Llovía a cántaros y los truenos parecía que iban a provocar un estallido masivo de las ventanas de mi edificio. Corrí hacia la puerta, abrí, cogí el ascensor y maldije al anterior usuario porqué apestaba a tabaco. Encima era negro. El tabaco, digo. Un ding agudo, las puertas se abrieron y ya estaba plantado en mi séptimo piso, quitándome la ropa mojada. Mentira, no hubo tal ding porqué eso sólo ocurre en los ascensores de hoteles. Tampoco tenía la ropa mojada. Pero sí que vivo en un séptimo.

Me puse ropa de estar por casa, es decir vieja, raída, harapienta, cutre, con bolitas, agujeros varios y dada de sí, conecté la minicadena y luego fui a arrasar la nevera. No falla, el hambre insaciable de las seis de la tarde. Allí también olía a tabaco. Luego vino el golpe.

Al despertar, aturdido, intenté moverme pero mis brazos y piernas estaban aprisionados por maromas y correas de cuero. Lo de maromas siempre me ha sonado a mujer de moral laxa, no a cuerda. Intenté gritar pero mi lengua había sido cercenada y sólo podía escupir sangre. Me retorcí y al volver la cabeza, lo único que pude ver fue el cenicero con un cigarro antes de que todo se volviera negro. Como el tabaco, que no el individuo.

11 de enero de 2011

El olfato

De todos los sentidos, creo que el tengo más desarrollado es el olfato. Por suerte o por desgracia me comporto como un sabueso y percibo aromas inapreciables para la mayoría de los mortales. Al principio era frustante, nadie me entendía e ir por la calle se convertía en un ejercicio olfativo individual.

-¿Has olido eso?

-No.

-¿Y aquello?

-Tampoco.

Mi nariz ejercía monólogos y no podía compartir ninguna sensación. Ahora sigo igual, pero ya estoy acostumbrado. Esta intensidad me ha hecho apreciar los buenos olores de siempre como la pintura, la gasolina, la turba o el café. Sin embargo, también llegan a mí y desgraciadamente adaptados a mi aumentada percepción los malos olores. En este sentido, sería muy fácil decir que las coles de Bruselas o la mierda huele mal, eso está claro. Por eso hay que ir más allá y clasificar esos perfumes que nos hacen arrugar la cara, tener arcadas e, incluso, defecarnos encima, con el consiguiente hedor incorporado.

Echaré un CV aquí

Mi taxonomía personal incluye delicias como la crema depilatoria. Por circunstancias del destino siempre he vivido rodeado de familiares féminas y, por ende, rodeado de crema depilatoria. Un ungüento que corta pelos jamás puede ser sano. ¿Nadie se ha preguntado de dónde sale? ¿Viene del espacio exterior? ¿Tiene vida propia? ¿Se alimenta de pelos? Cada vez que la casa se inunda de ese aire putrefacto de la crema depilatoria me voy pitando al aeropuerto, destino Alemania. La leyenda parece que es cierta y las teutonas lucen greñas al viento en piernas y, probablemente, en más sitios. Sólo esa visión de mujeres a lo Chewbacca hace que dé media vuelta hasta mi nauseabundo hogar. Hago el trayecto de ida y vuelta casa-aeropuerto varias veces horrorizado por los pelos o por la crema que los borra del mapa. Es un sinvivir y caigo desfallecido o me quedo sin gasolina.

Los pedos no se escapan tampoco de esta clasificación. Para mí, y espero que para ustedes también, son motivo de jolgorio y alegría ya que la máxima “mejor fuera que dentro” es mi guía física y espiritual. Hay tantos tipos de ventosidades como personas en el mundo pero no me negarán que existe una combinación que hace saltar las armas de peligro biológico. Vayan al cine a ver una película y cómanse una ración mediana de palomitas (también conocidas como esas cosas de porexpán blanco que venden por 3 euros) y esperen. Normalmente el tiempo de incubación coincide con el metraje de la película (o bodrio infumable si osan ver Biutiful o Balada triste de trompeta).

Foto aérea de mi casa después de ver Balada triste de trompeta

Pasado ese tiempo, la reacción ya se ha puesto en marcha y es imparable. El gas expelido quema calzoncillo, pantalón y sofá y llega hasta el vecino en forma de nube tóxica. El olor es tan intenso y penetrante que se solidifica y cae al suelo en forma de cubos rompiendo baldosas, vigas y coches, si llega hasta el aparcamiento. Creo que he llegado incluso a correlacionar la calidad de la película con la toxicidad del gas, porque las dos citadas anteriormente provocaron la ruptura de tres tabiques, calvicie permanente a varios transeúntes y oscuridad momentánea en tres manzanas.

Por último, también les diré que el asfaltado de las calles también me produce náuseas y pavor. Parece ser que los coches de mi barrio deben de circular con grampones adosados a sus ruedas y el piso, imagino, se deteriorará a una velocidad inusitada. Si no es así, no entiendo como lo asfaltan cada mes y medio (y también aprovechan para cambiar todas las tuberías de agua, gas y los cables que haya en el subsuelo). Además lo hacen con maquinarias que parecen sacadas de la revolución industrial.

Ruido infernal, vapores a lo Chernobil, movimientos aparatosos y trabajadores negros. Igualito que hace un siglo. Y eso sin contar lo pegajoso del material. Ya puestos, que asfalten con regaliz. Es igual de oscuro, también pegajoso pero, al menos, ganamos en aroma. Como seguro que alguien detesta el regaliz, lo mejor será volver a los caminos de tierra y a la diligencia. Digo yo, vamos.

Y ustedes, ¿tienen olores malditos?

6 de enero de 2011

Los Reyes

Sigo aquí despierto y aún no ha venido nadie. ¿Será porque soy republicano? ¿O porque me he portado mal? ¿Hay que dejar algo para los camellos? Quizá podrían dejar ellos algo para mí. Yo creo que ni una cosa ni otra. Al final, casi seguro que los Reyes no existen. Se lo he preguntado a mi madre y me ha dicho que soy gilipollas, que a ver si empezaba a enderezar mi vida y a trabajar un poco. Yo le he dicho que ya tengo un trabajo, a media jornada, pero trabajo al fin y al cabo. Luego me ha llamado vago y hippie y gordo y ha colgado.

Ante esta encrucijada me he decidido por la investigación en profundidad (eufemismo de uiquipediar) y, para empezar, he descubierto que no tienen nada de reyes. Magos de Oriente, ésa es su ocupación. (Nota: Es que se conoce que por Oriente nunca han sido demasiado de monarquías, les va el rollo más absolutista). Si son tan magos como dicen, podrían al menos traer algún sombrero de copa o unas cartas y hacer un par o tres de trucos. Mucha corona y capa para, al final, ser unos impostores. Seguro que las barbas son de mentira. Todo me huele a chamusquina: unos reyes que, en realidad, son magos, que vienen de Oriente pero tienen facciones occidentales, que entran en casa por la noche a hurtadillas y van vestidos con atuendos demodés. Y por si fuera poco, a veces dejan unos paquetes sospechosos simulando ser regalos cuando, al abrirlos, nos encontramos ropa. ¡Ropa! ¿Desde cúando un pijama es un regalo? ¡Gentuza!

Así me lo creería más

Para documentarme más sobre lo oriental he bajado al todoacién, pero lo único que me he encontrado ha sido un juego de Magia Borrás con la varita algo mordisqueada, una corona de plástico y, en el mostrador, un chinorri con el clásico bigote de chino que no sabes si es vello, bigote o si se lo ha pintado con boli Bic negro. Al interrogarle, sólo me ha respondido con múltiplos de cincuenta céntimos o de euro. Será un lenguaje en clave. Así que nada, la identidad del sospechoso trío seguirá siendo una incógnita.

Al volver a casa, me he estremecido pensando en mis posibles regalos. Si descarto la ropa, la literatura científica habla de tres elementos. ¿Qué es eso del oro, el incienso y la mirra? El oro se lo podría vender a unos gitanos que pululan por mi barrio, o hacerme una dentadura a lo rapero rico, pero lo demás es infame y ciertamente sospechoso. El incienso sólo se lo regalaría a alguien con serios problemas olfativos o que regentara una tienda de jabones, collares de la India y otros enseres inservibles. Y la mirra... ¿A que no la habían visto nunca? Ahí va:

Mirren la mirra. (Ja, ja y ja)

Imaginen que después de tanta carta a los Reyes y tanto paripé, les traen semejante montón de estiércol mezclado con tierra seca y encima pasándose por monarcas, cuando en realidad son el Magic Andreu de antaño. Seguro que al cogerla, se desmenuza y hay mirra everywhere. Lo primero que haría yo sería comprobar la baldosa con el dinero en metálico, las joyas y el armario de los licores. Apuesto a que más de una botella habrá sufrido un descenso de contenido.

Bueno, creo que al final me quedaré dormido y, al despertar, me encontraré la casa llena de carbón, pero no será por los reyes ni los magos ni los orientales, sino porque me estoy preparando una cafetera e intuyo que me dejaré los fogones encendidos.