28 de noviembre de 2008

Diario de un asesino en serie

Querido diario,

Ya no puedo más. Ha llegado el día. Hoy he comprado los cuchillos, próximos apéndices de mis manos. Me he cansado de tanto vilipendio. El hastío de ser un hombre -por no decir deidad- en paro me ha convertido en un asesino en serie. No tendré piedad con nadie y, lo mejor de todo, es que podré culpar al sistema de mis fechorías.

- ¿Cómo se declara el acusado?
- Inocente, señoría. El sistema me obligó a cometer los hechos aquí juzgados... - Afirmo mirándole con ojos llorosos, manos en rezo simulado.
- (La turba, enfurecida, de fondo) ¡Sí, claro! El sistema métrico, no te... - Hay nervios y expectación en la sala, amén de politoxicómanos, subsaharianos, mongoles y kazajos.
- Silencio en la sala, ¡orden! - El juez ya cede.
- Limpie mi honor, señoría, soy inocente. - Lo tengo en el bote e incluso le guiño el ojo descaradamente, sin sodomía implícita, sólo compañerismo de taberna con vapores alcohólicos.
- Por supuesto, camarada. Caso cerrado. El acusado queda libre sin cargos y recibirá indemnizaciones y parabienes en proporción de 10 a 1.
- Sea pues. - Esta última parte no la entiendo pero escapo brincando y haciendo calvos al fiscal.

Mi problema actual es el presupuesto. Matar es caro. Y es que soy un asesino mileurista y he comprado mis afilados hermanos en el Todo a cien, siendo éstos para untar, forma que me dificulta el desgarro y cercenamiento de venas y arterias. El crimen se convierte entonces en tarea de aserrado, árdua para mí y eterna para las víctimas. Más que de aserrado, de untado. Mis víctimas mueren untadas. Debo optimizar mi método. Y comprar más mantequilla. O margarina, que sale más barata.

12 de noviembre de 2008

De cómo volví a mi vida gris e inane

Mi periplo anterior como líder espiritual no medró, como todos ya saben. El final fue trágico y degollante pero, por suerte, tener un doble a mano aligeró mis penas y el trepanar de mi cuello. Exiliado de mi propio reino religioso, construí una lancha a propulsión con dos ventiladores veraniegos, una tabla de planchar y varios fardos onubenses que me servían ya de ancla ya de recreo, este segundo aspecto mucho más crucial ante la longitud del viaje que me aguardaba. Recorrí millas náuticas hasta dónde me permitieron los alargadores de los ventiladores, unos dos metros. Luego el impulso me llevó por la misma ruta que Colón. Avisté pateras, remonté olas atlánticas, hallé vida abisal, comí pescado crudo y cogí un buen bronceado. A mi llegada a la tierra prometida, mis ojos vidriosos no acertaban a ver las indígenas en celo colgándome collares florales, meneando las cinturas y tocando melodías tropicales, sino que mis muñecas notaban la presión de las esposas, el gritar de los agentes y el duro, frío y agreste sabor del asfalto yanqui.

Interrogado, auscultado y con mis orificios todos inspeccionados, fui interrogado sin descanso día y noche durante cinco minutos. Al comprobar mis huellas, vieron que, en efecto, yo era Joan XXIV, principal responsable de la diáspora estadounidense a Palestina y de la construcción del Palacio Joan, cuya mise en escene aglutinaba 125.000 obreros. No obstante, al no existir la joanita ni el excelsio, llevaba parada desde su misma inauguración sumiendo en la quiebra y la toxicomanía al país entero (por esto último mis fardos fueron confiscados disimuladamente con miradas sibilinas y silbidos dirigidos a las nubes). Rápidamente y con un juicio justo consistente en un sonoro “¡Culpable!” y un martillazo judicial, fui enviado al corredor de la muerte. A mí, plin, la muerte no era novedad para un visionario lúcido y ajeno a lo mundano como yo. Además, allí conocí gente de trato excelso, currículum laureado y escarificaciones varias, proceso tatuador al que me vi sometido amén de otras capitulaciones. Aún así, mediante mi labia y mis capacidades telepáticas junto con un bate de béisbol, convencí al guardia para que se quedara aturdido y escapé hacia el sur, como suele orientarse uno en las películas, donde nadie posee una brújula y los puntos cardinales son algo obvio.

Pasar desapercibido

Pronto llegué a un pueblucho de mala muerte. No disponía de Saloon ni mandaba sheriff alguno ni pululaban volátiles los salicores. A pesar de ello, era de mala muerte. Procuré adaptarme al medio a.s.a.p. y, adalid de la mimesis, genio camaleónico y émulo de los ultracuerpos, pasé a morar en una casa con porche, que no Porsche, doble puerta (una traslucida) en la parte delantera y una tercera en el jardín posterior, poseer armas, conducir una ranchera y engullir cantidades elevadas de calorías. Así, republicano, gordo, paleto y armado, me he pasado los últimos días huyendo de mi condición de robot, Rey y Dios, líder máximo. Antes aclamado, ahora defenestrado y perseguido por las hordas.

Disfrazado de americano WASP, pude salir del país y volver a mi casa dónde aún encontré los esbozos de mis primeros apéndices robóticos, restos de pomos gelatinescos, una postal algo chamuscada de José Antonio, a.k.a. Lucifer y mi túnica dorada, musa de mi inspiración mística. Ahora, sólo me queda esperar.