6 de enero de 2010

Buscando


Las crisis aumentan las contradicciones. Vean, si no: las perspectivas laborales que tengo como periodista, redactor, guionista o similar se han visto harto reducidas por varios factores como la ya citada crisis, vivir en una isla donde el provincianismo reina cual déspota monárquico, la concentración de concesiones en pocas productoras, el nepotismo o el intrusismo laboral. Todos estos contratiempos escapan a mi control, son como Camela, ahí están y nadie puede hacer nada para remediarlo. Sin embargo, hay otros condicionantes que sí puedo controlar, es decir, luchar por un puesto de trabajo acreditando experiencia y formación (aún guardo la guitarra del CCC).

Es en este punto donde, paradójicamente, cuanto más letrado y excelso se llega a ser, más se cierra el mercado. Y es que los que nos dedicamos (perdón, dedicábamos) a esto de escribir para teles y radios, llegamos a una cierta especialización, al menos en mi caso, que nos impide cambiar de sector cuando arrecian los problemas en el mundo audiovisual. De nada sirve haber ganado un Nóbel o tener barba para poder rascársela a modo de persona que piensa cosas interesantes. Sólo sabemos hacer una cosa: escribir y no siempre nos sale. Por eso, hacía ya meses que me rondaba por la cabeza un cambio radical y no de sexo: trabajar en otro sector.

Sabio como pocos, pena que no tenga barba

Mi primer intento me llevó a la cocina de un restaurante. ¿Qué experiencia tiene en cocina?, me preguntaron. Brilla por su ausencia, respondí. Aún conservo una marca en el glúteo izquierdo de la patada que me dieron. Mal inicio. ¿Sería mejor haber adjuntado en el CV una foto de mis archifamosas lentejas con botifarró y sobrasada? ¿O quizá mejor haber mandado una fiambrera con una ración de legumbre a la Joan unas horas antes de presentarme? Pensar a caballo pasado no hacía más que hundirme en la lista del paro.

Luego probé suerte en una peluquería. Mi maravilloso cráneo afeitado no fue una carta de presentación atractiva, pero, al menos, me hicieron una prueba. Si le haces la permanente a esta señora, te contrato de becario, tres meses y quinientos euros al mes, me aseguró la dueña del establecimiento. Una clienta anciana y yo nos miramos por el espejo, a través de una estantería con laca y por el rabillo del ojo. Sonó una música de intriga. Zoom in a los ojos de cada uno. Le puse la típica capa al revés de las peluquerías y noté algo: el tembleque de la revista Lecturas que sostenía la tal sexagenaria señora hacía temer lo peor y así fue. Le hice la permanente, es decir, la sordera permanente. Claro, ella con sus nervios y el parkinson, yo sentándola a la fuerza, el secador que sólo tenía potencia de reactor nuclear y mi poca pericia resultaron en dos orejas, ovación y salí a hombros. La dejé tullida y me fui corriendo de ahí. El otro día la vi en una tienda de disfraces comprándose dos orejas de plástico para tapar las oquedades que el estilismo Joan le había dejado.

Cero de dos. Seguía formando parte de las estadísticas. Fue en ese momento cuando vi la luz. Arranqué el coche, tomé la autopista y me dirigí, sonrisa de oreja a oreja, ojos brillantes y pulso en aumento, hacia el casino más cercano. Mi primera prueba como crupier (sommelier, según un amigo mío) fue más que correcta. Mi educación palaciega y el profundo conocimiento del juego ayudaron al principio, aunque pasado el tiempo no pude resistirme y le hice un re-raise a un jugador siendo yo banca. La infracción me costó la apuesta y salir por la puerta de atrás sin trabajo y sin posibilidad de all-in.

Hoy he esperado a los Reyes a ver si caía esa breva, pero tampoco. Así que a partir de ahora, me dibujaré granos en la cara y borraré cualquier atisbo de “Licenciatura” de mi curriojete para, al menos, presentar mis candidaturas a “Becario de redacción” o “Estudiante en prácticas”.

¡Venid todos! ¡Ya ha llegado el becario!

Si me contrataran, lógicamente, al principio lo haría todo mal, aunque, bien mirado, tampoco habría mucha diferencia con la actualidad.