22 de abril de 2009

Prodigios evolutivos

Prosigamos: como iba diciendo hace escasos minutos en esta retahíla de posts que me han costado la erosión de los dedos hasta tornarlos en muñones de tanto de escribil y de escribil: la inactividad es un lobo para el hombre. Te asalta súbitamente y, a modo de virus, infección mediante, ralentiza todas y cada una de las neuronas, moléculas, pústulas y uñas que son los cuatro componentes vitales del cuerpo humano. Así, hace dos segundos (¿o han sido dos meses?) me encontraba dispuesto a relatar hechos inanes adornados con literatura barata y léxico inconexo, incluso repleto de faltas ortográficas, pero me atrapó el sopor.

Fruto del paro y de mi natural vagancia, el tedio me infectó y me vació entero. Llegué a estar tan limitado que no podía efectuar dos tareas al mismo tiempo. Si me picaba algo, al intentar rascarme, dejaba de pensar y, por ende, olvidaba hacia donde dirigía mi uña afilada. Luego, volvía a la tarea anterior, o sea, el reposo, y me volvía a picar (sí, eran los huevos, para qué negarlo). Y así hasta el infinito.

Involucioné hacia un estado que he decidido llamar “Anacoretismo Extremo en Entorno Urbano con Ramalazos Animalizantes” – de ahora en adelante AEEURA© o aeeurismo©-, que, por cierto, lo he plasmado en un breve ensayo de quince tomos que pronto saldrá publicado en revistas científicas sin parangón y sin tirada, muy a mi pesar.

La cuestión es que la condición humana es frágil y yo lo viví en mis carnes. De hecho, me propuse ser mi propia rata de laboratorio, ser un autoexperimento. Lo primero de todo fue adoptar un nuevo eje, la horizontalidad. ¿Para qué desplazarse de pie? Uno, al caminar, se cansa. Entonces reduje al mínimo los desplazamientos, ubicando mi centro de mando en el sofá o, en su defecto, en el suelo. En esas dos superficies he pasado largas horas investigando asuntos avanzados a nuestro tiempo, desarrollando teorías revolucionarias durante siestas prolongadas y alimentándome de forma voraz.

En realidad, al llegar a un estado avanzado de AEEURA© un servidor acumulaba víveres en el sofà, refugio espiritual y nave nodriza, y los engullía sin elaborar, incluso sin tocarlos, retozando libremente mientras abría la boca para ver qué caía en la oquedad hambrienta. Un insistente Ferrán Adriá llama cada día a mi puerta para copiar este retozante sistema alimenticio. Lógicamente, no le abro, pero le paso tranchetes por debajo la puerta, a ver si se asusta y se larga.

Algunos podrían considerar que estas muestras de comportamiento me convierten en un ser primitivo. Sin embargo, el aeeurismo© no me hizo olvidarme del buen decoro y efectuaba mis deposiciones detrás del televisor sin que nadie pudiera notar nada. Lo mejor era que al perder toda masa muscular debido a la inactividad, me desplazaba sobre mi baba a modo de caracol. Os lo aconsejo. Es algo lento, pero disfrutas más del viaje.

El lenguaje verbal también sufrió ciertos cambios sutiles. Pasé a prescindir de las vocales para expresarme sólo con consonantes fricativas. Ideé todo un complejo sistema de entonación y longitud de la pronunciación que nadie llegó a entender pero que, a mi modo de ver, merecería varios Nobel. Mandé el siguiente e-mail a la RAE:

Sssssssss, b-b-b, PPP, SSbb-s’b.

Hete aquí un silogismo de lo más profundo, con una pureza sintáctica que haría resucitar a Lázaro Carreter. Pues aún espero respuesta de los letrados viejunos.

Vi que muchos amigos, la familia y turistas que pasaban por allí me llamaban embrutecido, comentaban que me había abandonado, que si australopitecus y no sé qué. Y yo no comentaba nada de ellos, así soy de educado. Entonces repté sobre mi baba y me acerqué a dialogar con uno de los seres inferiores que oteaban mi estadio superior. A través de un intenso debate y una somanta de palos que procedieron a suministrarme varios familiares y allegados, comprendí que me había convertido en el nuevo Galileo de mi era. Asustado por la posibilidad de la reintroducción de la hoguera en plaza pública, accedí a volver a ser un simple humano a sabiendas que Darwin estaría tirándose de los pelos en su tumba.

Y para salir de este estado catatónico de inercia hacia la nada más absoluta acudí al remedio más eficaz que conozco: la cirugía casera. Si anteriormente las palancas de la muerte me habían proporcionado la escalera precisa para medrar hasta la deidad, ¿cuál sería el límite de mi ambición operatoria? ¿Cuántos Nobel –premios, no cartones- merecería tener en la estantería? ¿Por qué ningún hospital lleva mi nombre con orgullo? Así, lleno de humildad, procedí a rajar mi dermis con varias cucharillas de café esterilizadas y, con una precisión milimétrica, implanté, quité, puse, serré, tricoté y heñí durante horas hasta que di con el resultado adecuado: el cambio de sexo. Y diréis, ¿una mujer no puede ser atacada por la inactividad? Y yo os responderé: ahora ya me he operado, hijos de puta.