La estupidez del ser humano se hace patente al ver cómo proliferan los intentos de numerosos indeseables por engañar al prójimo: los trileros de las Ramblas, los estupendos colchones hinchables de la insomne Teletienda, los cuchillos cortatodo, el líquido limpiador universal, limpia sobre seco, limpia sobre mojado, limpia vegetal, animal o mineral, el mensaje anónimo en el contestador adjudicándonos un apartamento en un lugar indeterminado de una costa inexistente o las increíbles ofertas de pisos de alquiler. 150 metros cuadrados. Tres habitaciones. Dos baños. Terraza. Exterior. Soleado. Claro, claro. Estos conatos de timo sólo provocan una leve sonrisa por lo descarado y absurdo de sus propuestas. Engañabobos para personas de mente plana y bolsillo fácil.
Pero esto cambia porque cuando te traicionan por la espalda, con premeditación y alevosía, duele. Y duele más si es una decisión gubernamental porque se convierte en una mentira de estado. No, no pienso hablar del 11-M. Me refiero al euro, al puto euro, cuya imposición no fue ni siquiera consultada al pueblo. Ni un triste referéndum. ¿Se imaginan? Rezaría así: “Referéndum sobre el euro. ¿Desea ser engañado?”. De haberse celebrado, me gustaría ver con qué moneda pagaría el pan, la fruta, el periódico o las cervecitas con los amigos.
Sucede que somos un país de pardillos, que vamos de modernos y avanzados por tener alguna estadística superior a Portugal o mejor índice de veteasaberqué que Grecia, cuando en realidad se nos olvida que seguimos en el grupo de medianías y con esa cara, la de pardillo, vemos impotentes como la moneda de cien pesetas se ha convertido en un euro, en un puto euro, como el billete de cinco euros, a menudo parecido a un trapo sucio de taller y con la solidez de un pañuelo de papel lleno de mucosidades, no ha sustituido al billete de mil, sino que su lugar lo ocupa el billete de diez euros, o como veinte euros se equiparan con pasmosa facilidad a las antiguas dos mil pesetas. En mi casa lo llamamos pérdida de poder adquisitivo.
Basta ver como el duro, ese antiguo amigo que nos permitía completar el precio del paquete de tabaco o hablar unos segundos más en la cabina de teléfono ahora languidece en forma de moneda de dos céntimos en los monederos, oxidado y sin peso económico alguno. Un valor sobrepasado por las circunstancias. Es como si nos cortaran el dedo meñique: pasa prácticamente desapercibido, sin embargo merece estar ahí. Tiene que estar ahí. Pero no está. En resumen, una pena.
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