4 de julio de 2006

Colombofobia


Sonó la alarma. Todos a los refugios. Las calles sufrían ese proceso de desertización humana unas seis o siete veces por día. Una nube alada se vislumbraba ya en el horizonte. El sonido de la tragedia retumbaba en los timpanos. Todos se ponían las máscaras del miedo y a correr. En el sótano 128/A sólo se distinguía el susurro de un señor mayor que hablaba con sus nietos intentando calmarlos ante el inminente bombardeo.

“Abuelo, ¿por qué nos tenemos que esconder?” –preguntaban ávidos de respuestas-. “Hijos míos, ¿os he contado alguna vez que cuando yo era joven existían unos pájaros llamados palomas? Mi piso estaba situado donde está ahora la zona prohibida, donde el agujero negro. Bien, pues en mi barrio podías pasar por tres o cuatro plazas sin desplazarte más de tres manzanas. Genial, pensaréis. Pues no, ¡era una mierda! ¡Uy! nada de palabrotas, lo sé” –los nietos se reían, traviesos, ante esas autorregañinas del anciano, para después seguir escuchando-. “Esas plazas me habían servido durante años para conquis... hablar con mis amigas” –sonrió para sus adentros-. “Pero estaban infestadas de esos pajarracos que sólo se preocupaban de defecar encima de los transeúntes sin remordimiento alguno. Hordas de ancianos las alimentaban e incluso había comunidades de freakkies que las adoraban. A saber qué más harían con ellas...”

“Todo el mundo sabía que las palomas eran portadoras de enfermedades y que se erigían como la antítesis de la higiene urbana, pero grupúsculos de viejos ociosos y niños auspiciados por sus padres seguían alimentándolas a sabiendas del error que cometían. Una calurosa tarde de verano ya no pude salir de casa, un escuadrón de palomas de medio metro de altura se había plantado en mi portal, truncando mi salida a la calle” –en el exterior, el bombardeo se hacía realidad-. La mutación había empezado, se acabó todo, pensé”.

“Incluso me llevaron a los campos de alpiste... ¿os acordáis? No, erais muy pequeños. Me obligaban a recoger sacos de semillas trabajando de sol a sol y, si me negaba, me picoteaban hasta hacerme sangrar, para alimentarse también de la herida purulenta. Así pasaron los años. Más de uno pensaba como yo, pero ese clamor popular no se plasmaba nunca en acciones, sino que vagaba de mente en mente, en silencio, como un virus que rasgara el alma pero oprimiera la garganta. Lo demás ya os lo habrán contado vuestros amigos. Crecieron, se reprodujeron y ahora asolan lo que queda de nuestra ciudad con sus destructivas heces.”

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