Al volver en sí, tenía un vaso de agua en las manos y le estaba dando el pésame a los familiares. Procuré comportarme lo más correctamente posible, tratando de ocultar mi turbación (y mi erección).
- Lo siento mucho.
- Gracias, Julia era una gran chica.
Es curioso. Cuando se muere alguien, a todo el mundo le da por hablar bien del finado, incluso a la gente que no lo conocía de nada. En el caso del óbito de un famoso o un artista, se le conceden multitud de premios a título póstumo. Debe ser que hasta que uno no se muere no se le pueden reconocer ninguno de sus méritos.
Es curioso. Cuando se muere alguien, a todo el mundo le da por hablar bien del finado, incluso a la gente que no lo conocía de nada. En el caso del óbito de un famoso o un artista, se le conceden multitud de premios a título póstumo. Debe ser que hasta que uno no se muere no se le pueden reconocer ninguno de sus méritos.
Al pasar por delante del féretro casi me desmayo. Julia, la chica que me había ofrecido el vaso de agua, yacía inerte en esa caja. Mi sangre no sabía si colocarse en mi sexo o en el cerebro. No me parecía normal asistir al entierro de alguien con quien había hablado (e intercambiado zumos de cuerpo) cinco minutos antes. La cuestión es que no podía permanecer ni un minuto más allí (estas situaciones me matan). Volvía a estar pálido, como un cadáver.
Cogí el metro y, para desconectar un poco de todo y amenizar la vuelta a casa, compré un periódico. Todas las páginas estaban en blanco y ni siquiera podía rellenar un mísero crucigrama. Pero en la última hoja encontré la sección destinada a las necrológicas completamente impresa. Lo peor de todo es que esas esquelas anunciaban mi propia muerte.
Esa hoja de papel era mi lápida. Ese vagón, mi ataúd. Observé como todos lloraban mi supuesta muerte, menos Julia, que sostenía boquiabierta y mostrando una palidez extrema, un vaso de agua.
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