Entré en un vagón que estaba vacío. Me encontraba solo, vestido con un traje de un difunto, metido dentro de una caja metálica y bajo tierra. Demasiado fúnebre. Traté de imaginarme otras relaciones menos escabrosas, pero entonces se me ocurrían ideas pornográficas que no hacían más que empeorar la situación. ¿No será el metro un pene metáforico y los pasajeros espermatozoides ignorantes de su condición fecundadora?
La constante analogía muerte-sexo en la que me hallaba me dejó un poco aturdido. Al llegar al tanatorio, una chica de cara pálida, gestos inactivos y mirada mortecina, se dio cuenta de mi estado y me ofreció un vaso de agua. Su manera de vestir denotaba claramente una oscura devoción que me era familiar. Estaba seguro de que esa falda y esa rebeca pertenecían a algún familiar suyo ya fallecido. Su apagada voz me envolvió rápidamente.
- Está usted pálido. ¿Quiere un vaso de agua?
- Sí, por favor. Es que las mezclas entre erecciones y cadáveres me dan náuseas.
En lugar de extrañarse, abofetearme o llamar a un manicomio, esa chica de aspecto volátil y etéreo me dedicó una especie de sonrisa que combinaba complicidad y erotismo, aunque tenía algo de siniestra. Julia, así me dijo que se llamaba, desprendía un aroma muy extraño. Era difícil distinguir si pertenecía a la dimensión de los muertos o los vivos. Pero me gustaba y presentía que ella me iba a cambiar el día.
La acompañé a un parque que rodeaba esa ciudad mortuoria y, sin apenas darme cuenta, me abrazó y nos fundimos en un único cuerpo durante un breve instante que, paradójicamente, duró una eternidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario