28 de agosto de 2006

Las vacaciones

Se supone que irse de vacaciones es un placer esperado durante meses y que, al llegar a tu destino, pasas los mejores días del año. Asueto, lectura, relajo, descanso y, quizá, sexo esporádico. Al principio, para aquellos que eligen playa, no molestan ni los enemigos del desodorante que te pasan rozando, ni los mocos flotantes en forma de medusa, ni los aficionados al grito pelado durante la siesta –también los hay seguidores del berbiquí, el disco de Camela o cualquier otra variante con exceso de decibelios-. Tampoco molestan los abuelos que plantan la sombrilla encima de tu toalla, ni las comidas infames en los chiringuitos de playa, ni los dos mil niños descontrolados que chillan, corren, tiran arena y lloran sin ton ni son -¿hay exorcistas en las Páginas Amarillas? ¿Es cierto que los padres practican una nueva modalidad de abandono? Primero el perro, luego el abuelo y ahora los niños: “Id a correr por ahí”-. La cuestión es que ni los atascos, ni la arena incrustada en los pies, ni por último las chanclas cortadedos van a mermar nuestro escaso período vacacional. Todo lo compensa el poder no hacer nada. Esa es la esencia, la nada.
La inactividad física y cerebral es algo tan necesario como el latir del corazón. Nada de coger la bici ni hacer largos en la piscina como atletas olímpicos. Tumbona y hacer el muerto, como máximo. Eso es disfrutar. Pero como a la mayoría nos define un carácter bastante hijoputa, lo que de verdad nos hace sonreír satisfechos no es estar de vacaciones, sino que los demás estén en la oficina. Especialmente el director, el trepa y el lameculos de turno. Por eso, y al analizar tus actuales condiciones –niños chillando, arena incrustada, atascos, etcétera- debes planificar minuciosamente tu discurso al volver al trabajo.
Te gustaría explicar tus aventuras en la Polinesia mientras luces un moreno kuntakintil, pero te tienes que conformar con volver o rojogamba o mudando la piel como si hubieras veraneado en el reactor de Chernobil. Y no, tampoco era la Polinesia, pero pudiste apoderarte de un metro cuadrado de arena para tu toalla en esa localidad del litoral de cuyo nombre no quiero acordarme. Hotel, cemento, hormigón y tu metro cuadrado de playa. Bueno, tú tenías tu espacio y, además, la abuela de los Jiménez te ponía crema en la espalda. No sabes quienes son los Jiménez, pero se situaron encima de tu toalla y la abuela era muy simpática. Una pena que te llamara Tobi y te diera galletas Dog Chow. Algo tenías que comer.
Aquí empieza tu plan. Para los de la oficina, el nombre de la cariñosa anciana será Kim Hüe Dong, una exótica aborigen veinteañera de la isla Tokelau con la que entablaste una tórrida relación. Con el Google Images, una foto tuya y un poco de Photoshop completarás tu mentira. A partir de ahora te venerarán como a un dios. Aprovecha entonces para inventarte un idioma –con nombre real, claro- y adáptalo a tu historia. Por ejemplo, en Tokelau, “abunga-kelele” significa “Vamos a concebir hijos a la sombra de la palmera”. Recuerda, tu integración en la cultura polinésica fue total. Vanaglóriate de haber aprendido más expresiones similares e improvisa sobre la marcha. Durante una semana los verás repitiendo “abunga-kelele” por toda la oficina. Ahí reside la simpleza de la condición humana.
¿No has traído fotos? Ojo, aquí te pueden pillar. Exceptuando tu montaje con Kim, las perdiste todas cuando el hidroavión que aprendiste a pilotar se estrelló en la selva. Pudiste sobrevivir comiendo raíces y culebras. Nadie sabrá que en realidad el hidroavión era una bici rosa de paseo y la comida, paellas precongeladas y Calippos del chiringuito. No dudes en rajarte un brazo o las costillas con un cuchillo de cocina. La verosimilitud es esencial. Por último, adórnate con un collar de cualquier tenderete callejero, úntate a diario con barro, Nocilla o cualquier otra sustancia que oscurezca tu macilenta piel –el moreno de la Polinesia te tiene que durar un par de meses- y tatúate cualquier símbolo en el brazo. Su significado lo determinará tu imaginación. Será sólo en este punto cuando las picadas de las medusas, las llamadas constantes de la abuela de los Jiménez, el atasco de cuatro horas o tu incipiente melanoma te serán indiferentes. Eres el rey de la oficina. Pero recuerda, ya sólo te queda un año para planificar las vacaciones del año que viene. El problema lo tendrás cuando aparezca Fernández después de haber ido “también” a la Polinesia. Abunga-kelele, amigo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

el placer de no hacer nada ...

Anónimo dijo...

Siéntete feliz por tener por lo menos tu mini espacio en la playa y compadécete de los pobres que nisiquiera pudimos inventar porque estábamos en la oficina viendo el sol por la ventana.

albert_iko dijo...

Vaya pedazo de vacaciones te pegaste en la polinesia... Yo sigo deprimido por mi vuelta de las mías. Fui a Mexico. En fin, si yo te contará...

Joan dijo...

La vuelta siempre es depresiva.

Al menos te queda el placer de no haber hecho nada.