11 de diciembre de 2008

La carne

Ricardo Alabastro amanecía a diario como un hombre solitario y malo. Nadie sabe a ciencia cierta qué fue primero, si causa o consecuencia, si la soledad o la maldad. La cuestión es que Ricardo cosechaba enemistades minuto a minuto. Y lo hacía porqué le apetecía. Buscaba la animadversión ajena sólo por autocomplacencia y eso le sumía en un aislamiento social perenne.

Sin embargo, ese aislamiento tenía una excepción. Su único e íntimo amigo, Unívoco Ros – Uni, para Ricardo- que hacía oídos sordos a toda palabra agreste pronunciada por Ricardo. Y es que no le quedaba más remedio. Uni era un pobre hombre sin amistades conocidas, virgen y fotosensible. En pleno agosto se veía obligado a cubrirse con múltiples telas para no mudar la piel como una serpiente. Eso le salvaba la vida, pero acrecentaba su ya de por sí alta probabilidad de continuar célibe.

A cada impertinencia de Alabastro, Ros bajaba la cabeza, dócil. Era su única manera de conservar alguien con quien caminar al lado. Así, se complementaban a la perfección: Alabastro era un sociópata empedernido y Ros un pusilánime, comparsa y obligado adulador.

Todo cambió, no sólo entre ellos sino en todo el pueblo, cuando apareció Verónica Asaz, la nueva dependienta de la carnicería “Comestibles Asaz”. Verónica era la hija de Costilleja Fango y Leopoldo Asaz, los anteriores dueños del establecimiento. Él había muerto recientemente empitonado por un toro embolado en las fiestas del pueblo. Atila, como le llamaban en la comarca, de natural valiente, en mala hora quiso encenderse un puro con el asta ardiente del animal. La cornada fue tan profunda que se tuvo que celebrar el sepelio en la plaza aún en fiestas y con banderilleros colocando ágilmente las coronas al lado del finado que mostraba una estampa a medio chamuscar, a medio fumar y a medio rigor mortis. Su mujer, Costilleja, desapareció entre los muros de un convento de monjas cultivadoras de opio. Cerraron la carnicería y Verónica heredó el establecimiento, dos acres de tierra estéril, siete gallinas, el género de su madre y el ímpetu de su padre.

Semanas después, al reabrir la tienda, el nulo atractivo de ir a comprar carne se trocó en circo romano al mostrarse Verónica con bata escotada y leotardos de lycra blancos, obviando la ropa interior y mostrando muslo, pechuga y descaro por igual. Ni qué decir tiene que la revolución hormonal masculina de la villa era evidente. La mezcla de sensualidad y sangre animal dotaba a la escena de una sordidez atroz aunque no le restaba un atractivo morbo, fatal para los hombres de aquel lugar.

La Carnes, como no tardaron los del pueblo a bautizarla, no daba pie con bola. Confundía el lomo con la culata, guardaba la grasa y tiraba la carne y trituraba el solomillo para hacer hamburguesas. Sin embargo, el cojasuturno no daba abasto y ella vendía todo el género. Precisamente, la clientela antaño compuesta por señoras mayores que acudían al encuentro de la desaparecida Costilleja para comprar carne, fumar en la trastienda y cotillear largo y tendido, se convirtió en un conjunto de mamelucos peludos de ojos saltones, libido en ristre y billetera rebosante que observaban babosos y boquiabiertos la escasa maña de la Carnes. Para ellos, su torpeza pasaba desapercibida, en cambio su exuberancia corporal, les hechizaba sin remedio.

Ricardo y Unívoco no eran una excepción y acudían al colmado a diario con todos sus ahorros y lo que podían sisar de las propinas del bar. Alabastro profería vítores, aplaudía y se subía al mostrador en un alarde de obscenidad, mientras que Ros la miraba de reojo, ruborizándose cada vez que avistaba el mareante escote desde una buena perspectiva. La Carnes no se daba por aludida, pero observaba cada uno de los movimientos de sus clientes. Los conocía a todos y se asistía con curiosidad al espectáculo opuesto de Ricardo y Uni.

Los dos se la querían beneficiar. Ellos dos y el pueblo entero. Como Uni a duras penas decía nada, Ricardo le obligó a formar parte de su plan. Un día la esperaron a la salida del trabajo. Había anochecido y sólo permanecían abiertas las luces de las farolas, los neones del puticlub y el fluorescente de la trastienda de “Comestibles Asaz”. Se acercaron a la puerta y, Uni, según lo acordado, se quedó de vigilante fuera. Alabastro la vio a través de varios costillares que colgaban de ganchos afiladísimos. Ella ya sabía que estaba ahí.

Uni esperó durante toda la noche y, al cabo de unas horas, preso del sueño, se marchó a su casa cabizbajo y enrabietado por ser un cobarde. A medio camino, se armó de valor, dio media vuelta y entró dando un golpe en la puerta, decidido a cambiar su sino defenestrando a Ricardo y conquistando a la Carnes.

Nunca más se supo nada de Ricardo Alabastro ni de Unívoco Ros. Durante dos días, “Comestibles Asaz” vendió los mejores solomillos, bistés y costillas de la comarca. Y la Carnes siguió trabajando en su carnicería, con su físico por delante y sus afilados cuchillos de acompañantes.