Se sube a la silla, introduce el cuello por el hueco de la soga y se deja caer. Al ser un lego en nudos, éste se deshace y el suicida patoso cae a lo Million Dollar Baby, pero golpeándose en la tibia y sufriendo un gran dolor. Todo, eso sí, en plano secuencia.
Es un fumador tan empedernido, que cuando cierra la puerta del garaje y empieza a inhalar el monóxido de carbono, no puede dejar de aspirarlo con placer y forma bonitos aros de color negro.
Baja al supermercado, compra varias botellas de tequila y en la farmacia tres o cuatro cajas de barbitúricos, ansiolíticos y colutorios. El colocón es tan sumamente placentero y colorido que en lugar de morir, consigue una adicción extrema.
Se introduce en la bañera, el agua caliente, los vapores empañan los cristales. Procede a seccionarse las venas y deja manar la sangre. Sin embargo, el agua está casi en ebullición y cauteriza las heridas a medida que se va cortando.
Al fin llega la definitiva. El suicida patoso con sus morados en las piernas, el cuerpo medio hervido, fumador de monóxido y colocado a lo gonzo está en lo alto de un rascacielos y, sin dudarlo, se lanza al vacío. Lo que no ve es que la alcantarilla está abierta y al caer con un salto inverso con tirabuzón y acabado en bomba las ratas le puntúan con un 7,8.
Desanimado, vuelve a su vida monótona. Se levanta pronto, se toma un café aguado, pierde el metro, llega tarde a la oficina, aguanta la reprimenda de su jefe, desempeña su trabajo con gran hastío y, al rato, se muere de asco.