Hay trances a los que uno se tiene que enfrentar durante toda la vida, momentos clave donde se decide la personalidad de cada uno, donde se adquiere consciencia del papel que se tiene en la vida. Hay trances terribles, como por ejemplo, las decisiones. Se presentan a todas horas y, sobre todo, cuando uno las rehúye. Todo empieza en EGB, cuando tienes ya que elegir entre jugar a fútbol o a baloncesto con los amigos. No hay que tener muchas luces para distinguir a un pringado en esa época: es un jugador de baloncesto. Basta verlos: niños apocados con cuerpos amorfos, codos gastados y vista mediante lupas de culo de vaso, fruto de horas ininterrumpidas de estudio, a menudo amenizadas con largas horas de navegación por páginas de ocultismo o teoría de la conspiración o por la lectura de revistas como “Más allá” o “PC Trucos”.
El génesis del declive
La decisión ya es clave aún cuando casi no tenemos raciocinio. El fútbol nos lleva a la homogeneidad con los demás, cosa que permite el desarrollo normal del niño o adolescente. En cambio, el baloncesto se convierte en el estigma de unos pocos. ¿Dónde se han visto unas canastas reglamentarias en un patio escolar? Siempre es un aro medio torcido, con cuatro cordones –antaño redes- colgando como si fuera el Madison Square Garden de Chernobil. En cambio las porterías siempre están ahí, como los moais de la isla de Pascua. Impertérritos ante los cambios, sólidos y perennes, guardianes de su valor. Además, ante su ausencia, dos mochilas se pueden erigir como sustitutos absolutamente válidos, un identificador más de grupo, un hecho cohesionador. Sólo uno se da cuenta de sus actos mirando hacia atrás con perspectiva. Dónde antes uno podía ver una canasta, ahora ve fracaso, frustración y herpes. ¿Qué habría pasado de haber jugado dos o tres años de lateral izquierdo en el Athletic Baleares? Quizá nada, seguramente todo.
¿El patio del colegio?
Al cabo de unos años, nuevas diatribas aparecen en nuestro camino. ¿Son mejores las ciencias o las letras? Otra vez a decidir, con el agravante de que tomar una senda u otra hará que nuestra vida sea un camino acolchado con pétalos de rosa o un paseo sin calcetines por un campo de cardos borriqueros. Otra vez la dicotomía, otra vez en el brete de decidir. Muchos tomamos el camino letrado, el de la excelencia intelectual –eso pensábamos-, el del cultivo cerebral, la artística mental, la creatividad, la bohemia, absenta, pipa y balancín. Error, one more time. Años después, la selva laboral demuestra qué vale en euros un ingeniero comparado con un periodista. O un arquitecto con un profesor. O un dermatólogo con un sociólogo. Y la lista es interminable. Mientras los años fértiles de la vida de los que optamos por las letras transcurren entre vahos de alcohol y nieblas que capilarizan los ojos y distienden los músculos, los vilipendiados estudiantes de ciencias se encierran en sus libros haciendo caso omiso de las cuchufletas que se prolongan ad eternam. A largo plazo se gira la tortilla y el yunque de la decisión cae por su peso encima de los mileuristas. Eso sí, mileuristas, pero letrados.
Te olvidas de esas decisiones y llega otra de mayor calado, si cabe. ¿Es mejor ser un pelele que alquila un piso y jamás conseguirá tener patrimonio? ¿O es mejor ser un pelele aún mayor que paga una hipoteca y jamás conseguirá tener algo de vida? Los años de estudiantazgo (toma neologismo) pesan y la escasez económica –al haber estudiado letras, imbécil- pesan más aún. Además, alquilar da cierta sensación de juventud, muy bien recibida cuando las canas afloran, la curva de la felicidad es una seña de identidad y hay ecos de paternidad. A lo lejos, pero haberlos… En cambio comprar piso es solemne. Significa llevar la camisa por dentro, calzar zapatos y no deportivas, incluso no salir algún fin de semana, un obstáculo insalvable para muchos. Pero, como os decía, son las decisiones las que marcan nuestra vida.
Cuestión de elección
Vivas donde vivas, volverás tarde o temprano a elegir. Al fin y al cabo, la mayor de las decisiones que se pueden tomar es ser del Barça o del Madrid. Y no ya por lo deportivo de la elección, sino por lo añadido, por la connotación. Un colorido blaugrana o una austeridad blanca, un pasado de sufrir o una victoria de costumbre, un hermanamiento de trinchera o una visión por encima del hombro, una sang culé o un orgullo vikingo. Cuando Platón hablaba de que todo en el mundo había sido creado a partir de unas esquemas preconcebidos, unos arquetipos o paradigmas, claramente se refirió al Dream Team, que tuvo que aparecer en la realidad, hacerse físico, sólido y presente, para establecer los cánones de qué significa tomar partido por un lado o por el otro. En este caso la elección correcta es bicolor i un clam.
Si has jugado a baloncesto, estudiaste letras, vives de alquiler, y eres del Barça, eres de los míos. O sea, un mierda. Si has decidido todo lo contrario, también podemos ser amigos. Si lo decides así, claro.